28 Ene 2016 - 5:58 PM
Camila Builes
Hoy
comienza el Hay Festival Cartagena, que contará con más de cuarenta ponencias
sobre economía, política, periodismo, arte, literatura y cine. La infancia en
la literatura es el tema que le da apertura este año.
La lectura permite a los niños
tener mayor claridad sobre el mundo. / Ilustración: Carlos Andrés Pérez Boada
“Aquel jardín era mi reino, donde
podía hacer y decir lo que quisiera. Allí creé mundos lacrimosos, románticos y
bestiales, mundos que luego se reflejaron en parte de mi obra”, dijo Julio
Cortázar en una entrevista para el programa español A fondo en 1977. El jardín
al que se refería era el de su casa en Banfield, un suburbio cerca de Buenos
Aires que por esa época —principios del siglo XX— quedaba a treinta minutos en
tren y que ahora hace parte de la ciudad. La casa donde vivió hasta los 17 años
y que habitó con el deseo de estar siempre solo, siempre lejos. (Vea aquí nuestro especial sobre el Hay Festival)
La infancia para él fue el
momento en el que encontró las cosas que lo asombrarían siempre: la música, el
arte, la lectura. Leyó mucho. Leyó tanto que con apenas ocho años el médico que
atendía a la familia le recomendó a su madre, María Herminia Descotte, que le
prohibiera los libros al pequeño Julio, que lo obligara a tomar el sol.
Descotte, después de ver el sufrimiento que causaba en su hijo no poder leer,
le dio nuevamente sus libros de Edgar Allan Poe, de Charles Dickens. Libros de
los que se asomaba la primera traducción al español. En la niñez el escritor
descubrió la vida como se descubre la muerte: con dolor, como una herida que no
cierra. Comenzó a escribir a los nueve: “Una novela romanticona en la que todos
morían al final y que sólo leyó mi madre. Afortunadamente”. Allí describió un
mundo precario, relativo, y que debía habitar sabiendo que no había confianza ni
certeza de felicidad o tristeza. (Vea
entrevista a Guido Tamayo, escritor y gestor cultural colombiano invitado al
Hay Festival).
Las
referencias a la infancia en la literatura son casi proporcionales a la
cantidad de libros que existen. Están ahí como un sustrato de la vida de sus
autores, que de diferentes maneras atienden a llamados del libro —ficción o no—
para darles forma a los personajes o sentido a la historia. Los recuerdos, que
casi siempre son formas y no contenidos, generan en la obra una voz
transgresora al nivel de discursos y de estéticas. La niñez se convierte en un
mundo donde el escritor puede habitar por momentos y hacer lo que no podía
cuando era niño: entender.
Los escritores no escriben desde
el niño, porque este habita, desde siempre, en una zona propia. “Zona bloqueada
en la memoria del adulto respecto de la propia infancia, de la que no quedan
sino jirones confusos, percepciones vagamente familiares que remiten a ese
lugar perdido al que no se puede acceder”, escribió la académica argentina
Adriana Astutti en su libro Andares
Clancos (2001). Ese lugar perdido que Marcel Proust recrea a
partir de una taza de té y una magdalena no está pensado desde el niño, sino
desde la proyección del adulto que busca recuperar su pasado y que, al hacerlo,
lo inventa de nuevo, una vez más.
Los niños
son extrañas máquinas de percepción y criaturas que suscitan la mirada entre
sorprendida y escandalizada de los adultos, porque, pese a todo esfuerzo de
control y formación, consiguen habitar un territorio impenetrable e imposible
de reproducir.
“La fascinación por la infancia
perdida —escribió Enrique Molina en La
hija del insomnio (1990) — se convierte en ella, por una
oscura mutación que cambia los signos, en la fascinación de la muerte,
igualmente deslumbradora una y otra, igualmente plenas de vértigo”. Ella era
Alejandra Pizarnik, quien creció en el mismo barrio en donde nació: Avellaneda,
en Buenos Aires. Cuando era pequeña no sabía pronunciar la erre, parecía una
francesa tratando de simular el acento argentino. Odiaba eso. Odiaba su piel
con bolas de pus en todo el rostro. Odiaba subir de peso con tanta facilidad
como respirar. Odiaba que la compararan con Myriam, su hermana. El único hoyo
de escape para el odio eran las anfetaminas, que causaron largos períodos de
trastornos del sueño como euforia e insomnio. Su escritura se cruzó por el
deseo de recuperar la infancia, al menos en recuerdos borrosos.
“Lo
infantil tiende a morir ahora pero no por ello entro en la adultez definitiva.
El miedo es demasiado fuerte, sin duda. Me miro en el espejo y parezco una
niña. Muchas penas serían ahorradas si aceptara la verdad”, escribió la argentina
en sus diarios.
La
infancia es el lugar de la memoria y el mito: es la etapa de los primeros
recuerdos, de la sorpresa por el mundo y el descubrimiento de todo lo que lo
compone. Desde la escritura se acude a esas primeras imágenes o recuerdos pantallas,
según Sigmund Freud, que son reconstruidas ficticiamente por el sujeto desde
sucesos reales o fantasmas, para comprender ese primer ser en la vida, la
singularidad, el pasado que contiene la sustancia que explica una parte
importante del presente, las motivaciones personales, la identidad actual, los
proyectos de futuro. Se revisa la temprana edad que da origen a esa identidad
múltiple y final. Así es como Lady Rojas-Trempe comenta acerca de la biografía
de la escritora mexicana Aline Pettersson: “Desde el inicio textual el sujeto
autobiográfico considera la infancia, el objeto literario, como el espacio real
y simbólico de donde emerge la simiente humana de creación literaria”.
En algunos cuentos de Borges, por
ejemplo, el tono que se utiliza para hablar de la infancia se entiende como una
recapitulación, se presenta como una complicidad con el narrador, que en
algunos casos es un niño, una traición a los adultos que abre un espacio para
reflexiones ingenuas pero profundamente reales. En cuentos como El libro de arena,
donde el protagonista es Borges, hay un desvío, una transgresión: otra forma de
habitar el mundo.
Ha
ocurrido en la historia de la literatura que después de traumas históricos,
como guerras civiles o conflictos mundiales, los escritores recurren a sus
recuerdos infantiles, poniendo narradores niños para la formación de un mundo
original y, de algún modo, veraz; donde la felicidad y la infelicidad, el
paraíso y el infierno están en perfecta analogía con la infancia y la adultez.
Es el caso de la Guerra Civil
Española, con la numerosa producción de novelas con perspectiva infantil,
como Memorias de Leticia Valle (1945)
de Rosa Chacel, El
cuarto de atrás (1978) de Carmen Martín Gaite y Mi primera memoria (1960)
de Ana María Matute. Por otra parte está la producción posterior a las
dictaduras latinoamericanas, que ha utilizado la figura del menor en textos que
denuncian el autoritarismo, la represión y la censura, como La rebelión de los niños (1980)
de Cristina Peri Rossi, Óxido
de Carmen (1986) de Ana María del Río, El cuarto mundode
Diamela Eltit (1986).
Una obra reciente, Formas de volver a casa,
del chileno Alejandro Zambra, habla de la generación de quienes, como dice el
escritor, vivían su niñez mientras sus padres eran cómplices o víctimas de la
dictadura de Augusto Pinochet. El Chile de mediados de los años ochenta a
partir de la vida de un niño de nueve años.
La
adultez proporciona al escritor las herramientas necesarias para intentar, al
menos, entender qué pasó con ellos en esos momentos decisivos de la vida, donde
el cambio de luz hasta la concepción de la muerte podían ser definitivos para
siempre. Dejar pasar el tiempo necesario para revisar esos años vertiginosos
donde había tiempo y energía para todo suele ser la mejor manera para escribir
de ellos. La única.
Recuperado
de: “El espectador jueves, 24 de agosto” http://www.elespectador.com/noticias/cultura/invencion-de-infancia-literatura-articulo-613114
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